Remontémonos a las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016. Donald Trump vs. Clinton 2.0, el mal contra el bien, para muchos. La gala de los Oscar tras la, para algunos inesperada, victoria del Partido Republicano estuvo cargada de dramatismo. Es un elemento clave del cine, claro está. Sin embargo, no me refiero al dramatismo propio de una película, sino a otro tipo: el dramatismo activista.
El pasado domingo fue la gala de los Goya, premios de cine español que deben su nombre, irónicamente, a un pintor. El año pasado, la gala fue ciertamente crítica con la situación política del país. Nada nuevo bajo el sol. Se repite la situación de 2017 en Estados Unidos. Tras la victoria de Trump, los artistas dejaron a un lado su oficio para escoger uno nuevo: analista político. Se vio en los Oscar, pero también en la gala de los Globos de Oro. Meryl Streep, elegante, eclipsando a sus compañeros con un enérgico discurso contra el entonces presidente electo. Curiosa (o quizá, no tanto) fue la ausencia de crítica en las ulteriores ediciones hacia el gobierno del, ahora ex presidente, Barack Obama. Algo similar ocurre en nuestro país. Numerosos artistas (unos más artistas que otros) dedicaron el evento a descalificar a todo lo que desafía el pensamiento mainstream. Almodóvar negó la existencia a VOX, el novato de la política nacional española. Leticia Dolera justificaba no haber invitado al partido a la gala (todos los demás partidos lo estaban) porque, según ella, no optan a la presidencia del Gobierno. El periodista le aclara que sí, que Abascal se presenta a la presidencia del Gobierno. Dolera confiesa entonces el verdadero motivo: VOX “legitíma discursos de odio, homófobos y machistas”. Para Dolera y compañía, la proposición de derogar la Ley Contra la Violencia de Género es machista per se. Sienten el mismo miedo al debate que la Vicepresidenta Calvo, sobre la que ya escribí un artículo en este mismo diario. La imposición es su medio, el silencio su fin. Tampoco faltó en la gala la ya tradicional crítica a la cultura “machista” en la que vivimos, esta vez por parte de la actriz Cristina Castaño. Muchos de los artistas que, acertadamente o no, están creando la imagen que la sociedad tiene de su colectivo, intentan ejercer de todólogos, como si tener 100.000 seguidores en Twitter o haber escrito un libro les hiciera suficientemente cultos como para hablar sin pelos en la lengua sobre cualquier tema imaginable. Así fue también el caso del ganador del Goya a mejor cortometraje, que afirmó, sin complejo alguno, la existencia de un “apartheid israelí” mientras pedía la exclusión de Israel en Eurovisión y alababa la “lucha del pueblo palestino”.
Debemos entender que los Goya no son un caso aislado. El sectarismo impera hoy en la mayoría del mundo del espectáculo, en la educación, en los medios de comunicación, en gran parte de las redes sociales y en la sociedad misma. No sé si la mayoría de los artistas piensan realmente lo mismo que los actores y directores mencionados anteriormente. De lo que estoy seguro es de que, si no opinan lo mismo, no se atreven a expresar públicamente su opinión. Ya vimos en EEUU cómo se trató a Jon Voight tras ofrecer su apoyo al entonces candidato Trump, como también vimos la diferencia de trato con su hija Angelina Jolie, que apoyó activamente la campaña de Clinton 2.0. Los insultos y muestras de desprecio con las que debía lidiar el actor eran constantes, mientras la señora Jolie recibía, mayormente, aplausos. Otra demostración de esta epidemia la vimos recientemente. El pianista James Rhodes, ya escandalizado tras descubrir que no es oro todo lo que reluce, se quejaba del hecho de que la mayoría de manifestantes del 10 de febrero en Colón eran blancos. ¡Blancos! ¡¿Cómo se les ocurre?! “Ni que los blancos pudieran quejarse”, imagino que habrá pensado el músico. Por supuesto, Rhodes consiguió miles de retuits a unas declaraciones que, de cambiar el color de piel mencionado, podríamos creer propias del Ku Klux Klan. Pero, en fin, el (mal llamado) progresismo moderno, en proceso de convertirse en secta, todo lo aguanta.
El pensamiento unidireccional no está, a mi juicio, en cuestión. Lo que sí lo está – y cada vez más – es la credibilidad de estos envarados señores del espectáculo que difunden sus propios prejuicios y dogmas a golpe de tuit, sabiendo que sus miles de seguidores van a creerse lo primero que les digan, por errado que sea. Esto sólo puede ser producto de una ciudadanía poco o nada crítica, que, como sus ídolos, teme salir de la cómoda burbuja en la que se encuentran. Total, ¿Qué más da ser un mero espectador de la vida? Permiten a otros hacer el trabajo sucio de denunciar lo incorrecto – y tragar con las consecuencias – mientras ellos se quedan de brazos cruzados porque, o no quieren actuar, o la presión social es tan grande que justifican su inactividad.
La corrección política está a unos niveles harto peligrosos. La mayor parte de artistas famosos, que muchos toman como ejemplo, demuestran, a pesar de considerarse públicamente como mentes abiertas, que sienten un desprecio nada sano por el disidente. Las consecuencias de rebelarse contra lo incorrecto son demasiadas, y no son pocos los que prefieren no dar la nota con tal de ser socialmente aceptados. En cualquier caso, si algo nos dejó claro la reciente gala de cine es que el mundo del cine – y me temo que el del espectáculo en general – está aterrorizado por el fin del pensamiento único, que amenaza la gratuidad de sus (hasta ahora) impunes faltas de respeto hacia los disidentes. En la gala se repartieron galardones por varias disciplinas, pero si hubo uno que destacó – y que tuvo más de un ganador – , fue el premio Goya al sectarismo.